jueves, 3 de marzo de 2016

LA COLUMNA DE ANTONIO DIAZ TORTAJADA EN EOS:LA RELIGIOSIDAD POPULAR, UN RETO PARA LA EVANGELIZACIÓN III

LA RELIGIOSIDAD POPULAR, UN RETO PARA LA EVANGELIZACIÓN

Por Antonio DÍAZ TORTAJADA
Sacerdote-periodista.
Presidente de la Comisión Diocesana de Religiosidad Popular

El reverendo Antonio Diaz Tortajada va a compartir con los lectores de EOS, las palabras que pronunció ante sus compañeros sacerdotes, con respecto a "LA RELIGIOSIDAD POPULAR, UN RETO PARA LA EVANGELIZACIÓN": hoy la tercera y última parte.
Fe y cultura son como dos patrones mentales que recibimos en un solo sujeto. Al tener éste una sola conciencia y una sola libertad, necesitamos articular armónicamente la fe y la cultura para no vivir rotos interiormente. Hay que inculturar la fe y evangelizar la cultura.
Va precedida, al menos a nivel del análisis, de una serie de etapas:
La “endoculturación” es el aprendizaje de la propia cultura: un proceso de familiarización con el conjunto de habilidades, valores, costumbres y creencias e historia del propio grupo, a través, fundamentalmente, de la educación. Por medio de ella se introduce en la cultura al miembro nacido en ella, para que se incorpore racionalmente a la conciencia colectiva, núcleo de la cultura.
Gracias a ella los nuevos miembros reconocen a su grupo y el grupo reconoce a sus miembros. Podemos decir que es una "socialización primaria". Acontece en el transcurso de los primeros años de vida, mediante la acción de los padres, profesores y otros agentes[21].
Y la “enculturación” es un proceso que ayuda a las culturas a mantener sus características, y les permite que se transmitan de una generación a otra. Corresponde a la "socialización secundaria": por medio de ella el nuevo miembro del grupo social asume activamente su proyecto cultural, lo desarrolla o incluso llega a modificarlo. En el proceso enculturativo se constituye en el núcleo de la identidad social e individual[22].
Toda cultura está en contacto con otras y va asimilando datos nuevos que se incorporan estructuralmente al propio universo simbólico, originándose un proceso de reajustes y modificaciones hasta conseguir una nueva estabilidad y coherencia en la estructura cultural modificada. La finalidad de los procesos de endoculturación y enculturación es la trasmisión y comunicación de ciertas pautas de comportamiento de una determinada cultura a las nuevas generaciones.
Tratan también de la inserción de nuevos elementos culturales dentro de los ya existentes, del control cultural y de la participación activa de los nuevos miembros del grupo en el proyecto cultural en el que han sido introducidos y que, a su vez, asumen o modifican.
La “aculturación” consiste en la relación y aproximación entre diferentes culturas, en las que se da un aprendizaje mutuo basado en el respeto y la tolerancia, y unos cambios culturales opcionales a nivel externo.
Comprende aquellos fenómenos que resultan cuando grupos que tienen culturas diferentes están en contacto directo y continuo con los subsiguientes cambios en la cultura original de uno o más grupos .
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Normalmente debería encaminarse hacia la comunicación interna de las culturas, siendo como un primer paso para la inculturación, superando la mera yuxtaposición de expresiones culturales no asimiladas, provenientes de distintas direcciones y orígenes[23].
La “religiosidad popular”¿ En qué consiste? El término "popular" es una categoría filosófica, antropológica, política, sociológica  e histórica que trata de manifestar una realidad compleja. Denota la experiencia histórica y cultural común de un sujeto colectivo: el pueblo, la totalidad de integrantes de la sociedad[24].
Generalmente se aplica al conjunto de sistemas simbólicos por el que se expresa la cultura de ese pueblo: sus creencias, mitos, arquetipos, tradiciones, leyendas, que se entremezclan con el conjunto de las reglas sociales: autoridad, sistema de parentescos, sentido grupal, o vivencia de lo sagrado, entre otras.
En no pocas ocasiones hace referencia a grupos de personas que viven una situación de opresión. También otras veces se considera lo popular como opuesto a lo oficial. Algunos autores extienden lo popular a lo nacional, relacionándolo con una historia común, un sujeto colectivo y una cultura. Entre los elementos de sus sistemas simbólicos ocupan un lugar muy importante la fiesta, porque el pueblo siempre ha tenido un gran sentido festivo[25].
Está habitualmente muy vinculado a la religiosidad que, como ya se dijo anteriormente, se encuentra presente en la misma naturaleza humana: en las realidades existenciales de las personas y en los valores de los grupos.
El pueblo es el sujeto colectivo de la religiosidad popular, y el ser, la vida y los valores son sus fuentes de inspiración[26].
No reduce a la divinidad al resultado de la razón y de la acción, sino que adopta una actitud respetuosa ante el misterio, y lo vincula a una experiencia de relación con el prójimo en el cual intuye una presencia paradójica de Dios, que se revela a través del rostro humano, principalmente en el de los más débiles y necesitados[27].
El análisis y valoración de la religiosidad popular, al igual que sucede en el caso de cualquier experiencia humana, no es una tarea simple ni fácil. Aparecen muchas dificultades a la hora de precisar el contenido de esta expresión, porque es algo que no existe en estado puro. En ella, junto con elementos estrictamente religiosos, coexisten otros de naturaleza socio-cultural. Son distintos los sujetos de la misma y los modos de concebirla, y se emplean presupuestos diversos. Al ser un fenómeno rico y complejo, exige la interdisciplinariedad a la hora de acometerlo, para que sea lo más riguroso, completo y satisfactorio posible[28]. Un estudio unilateral, que no tome en consideración las aportaciones que realizan las ciencias humanas, se revelará como insuficiente[29]. Por eso hay que tratarla a diversos niveles, que nos ayudarán a valorar sus manifestaciones y contenidos, en los que encontramos relatos, mitos, símbolos y ritos en torno a necesidades básicas, normas éticas y de organización interna o esperanza de salvación. Pero si el estudio lo limitamos en el método, nos puede llevar a un reduccionismo del análisis y a una manipulación ideológica por parte de grupos que no se muestran asépticos respecto a la conciencia religiosa. Para solucionar esta problemática se están realizando investigaciones críticas serias, que van aportando luz.
Nos vamos a centrar en los aspectos antropológico, fenomenológico, sociológico y religioso.
La religiosidad popular involucra al hombre en su integridad en la respuesta de fe, asumiendo para ello toda la riqueza de lo humano[30].
Se puede hablar de síntesis vital, ya que puede unir lo divino y lo humano, espíritu y cuerpo[31].
En sus manifestaciones, oraciones y celebraciones, se expresa por medio de signos visibles, de símbolos, de palabras, de cantos, de colores, de danzas o de gestos corporales que “implican al fiel en todas las múltiples dimensiones de su personalidad”[32].
Necesita ver, sentir, oler y tocar: “Esta necesidad de asociar los sentidos a la oración interior responde a una exigencia de nuestra naturaleza humana. Somos cuerpo y espíritu, y experimentamos la necesidad de traducir exteriormente nuestros sentimientos. Es necesario rezar con todo nuestro ser para dar a nuestra súplica todo el poder posible”[33].
El lenguaje de la religiosidad popular no es esencialmente conceptual sino eminentemente simbólico, ya que lo sobrenatural es inefable, y lo inefable sólo se puede expresar con el símbolo y la poesía. Ayuda a redescubrir el sentido de los símbolos, valores y normas del grupo. Incorpora a sus prácticas la ascética y la disciplina física a través del esfuerzo corporal continuado, por ejemplo cuando llevan un "paso" durante largas horas, la larga caminata de la estación de penitencia o de la romería, la cruz a cuestas, los pies descalzos, etc. Estas prácticas son reminiscencias de los ritos iniciáticos que todas las culturas han planteado en el tránsito a la adolescencia o a la juventud: pruebas que hay que vencer para entrar en estas etapas de la vida[34].
El símbolo constituye el contenido interno del acto ritual. El hombre tiende a institucionalizar en expresiones objetivadas o estandarizadas y, por tanto, perceptibles y comunicables, que son los ritos, aquello que, por su bondad, favorece su condición humana. También por medio de ellos intenta objetivar los modos de presencialización de lo sagrado y de relacionarse con ello[35].
Tal tipo de acciones también se realizan con el fin de exaltar los momentos solemnes de la vida personal y comunitaria, y así “obtener sobre ellos la bendición divina”[36].
Se expresa mediante los gestos rituales, a través del aspecto formal o externo del rito. Nace de una vivencia religiosa. Es decir, que el símbolo religioso sólo tiene sentido cuando es reflejo de la fe. Y es que “la fe no puede existir sin símbolos; los símbolos no tienen sentido sin la fe”[37].
No es un simple instrumento estático de información ni es sólo un elemento funcional y convencional, sino que también desarrolla una función de mediación[38]. Como material simbólico toma todo lo que está a su alcance (cosas, seres vivos, acontecimientos, personas...) y lo carga de sentido, para que le recuerde y le represente su contacto o encuentro con lo divino, que se le manifiesta gratuita e inesperadamente. Más aún: tiene la convicción de que el encuentro volverá a realizarse, por la mediación de esas experiencias simbólicas[39].
El símbolo no es infalible, pues si bien facilita el encuentro con el misterio de Dios, no lo garantiza. Para que un símbolo tenga un mayor grado de eficacia, exige en primer lugar una iniciación al mismo, ya que éste es ambivalente, y su interpretación depende en gran medida del ámbito cultural en que se presente. Por ello, es necesaria una iniciación a su lenguaje propio, en el cual existen “una serie de resonancias y connotaciones bíblicas, históricas, eclesiales, que de alguna manera hay que aproximar con una catequesis mistagógica”[40].
En segundo lugar, y como consecuencia de lo ya afirmado, el símbolo religioso exige ser situado en un ámbito de fe. Sin la actitud de fe, la acción simbólica queda reducida a un hecho externo y vacío.
Junto con el símbolo también tiene gran importancia el gesto. Uno de los que destaca entre todos es el tocar. El tacto es el sentido más importante en la religiosidad popular. Por medio de él se pretende alcanzar la comunicación inmediata con el objeto sacro.
Otra de las características que de modo más perceptible define la religiosidad popular es su valorización de la corporeidad, lo cual se traduce en la gran riqueza de gestos corpóreos que se desarrollan en sus prácticas religiosas. Éstos ocupan un puesto fundamental en la vida humana y, especialmente, en el ámbito relacional, ya que toda relación del ser humano «se manifiesta y desarrolla a través de su corporeidad.
La corporeidad es por entero un significante representativo del yo espiritual llamado al encuentro y a la comunión»[41]. El hombre, como ser social, los necesita para comunicarse con los demás, pero también los necesita para relacionarse con Dios, ya que «siendo un ser a la vez corporal y espiritual, expresa y percibe las realidades espirituales a través de signos y de símbolos materiales»[42].
Pero esto no es sólo una necesidad del ser humano, sino también una exigencia. Y es que el ser humano, en cuanto ser corporal, sentimental, histórico, miembro de un pueblo y de una cultura, precisa de “una forma de vivir la religión que se exprese en todas esas dimensiones de la condición humana”[43]. Por ello, el hombre creyente se siente llamado a  responder a Dios en su totalidad. Y es en ese contexto en el que aparece la valoración positiva del cuerpo y lo corporal, con su riqueza ritual y simbólica,  como  «“presencia”  y “lenguaje” de la criatura humana frente a su Creador»[44].

La fenomenología de la religión así como la historia de las religiones nos muestran como la religiosidad popular “es la expresión religiosa de cada pueblo, en cada cultura, donde se encuentran expresiones particulares de búsqueda de Dios, de fe y de vida religiosa, cargadas de fervor y de pureza de intenciones, a veces conmovedoras, que bien cabe llamar piedad popular, que contiene muchos valores: refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer; hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo cuando se trata de manifestar la fe; comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante; engendra actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción”[45].
A nivel fenomenológico, la religiosidad popular auténtica hunde sus raíces en las realidades de fondo de la existencia: la vida, la muerte, el amor, el sufrimiento, los temores, las tristezas, las alegrías, el poder, el trabajo, el tiempo, etc., que son expresión válida de la fe, y en las vivencias colectivas de los grandes valores humanos: la libertad, la verdad, la solidaridad, la justicia, la dignidad de la persona, los derechos y deberes básicos, etc.[46]. A veces se advierte en ella el eco de problemas existenciales no resueltos racionalmente. En este sentido, diversas manifestaciones de religiosidad popular se configuran como rituales ligados a momentos de crisis y de transición, o dotados de especiales valores de liberación[47].
Podemos destacar algunos factores que confluyen en este nivel: los sentimientos, lo mágico, lo imaginativo, lo místico, lo festivo, lo folklórico, lo celebrativo, lo teatral, lo estético, lo comunal y lo político[48].
Entre ellos ocupan un papel primordial los sentimientos, que desempeñan un papel importante en la vida de la persona. Éstos inclinan “a obrar o a no obrar en razón de lo que es sentido o imaginado como bueno o como malo”[49]. Si en el ámbito psicológico la transformación de la persona pasa necesariamente por el mundo de los sentimientos, lo mismo sucede en el ámbito religioso. Constituyen “el lugar de paso y aseguran el vínculo entre la vida sensible y la vida del espíritu”[50]. Por eso se experimenta la necesidad de manifestarlos  exteriormente[51].
Si en el ámbito psicológico la transformación de la persona pasa necesariamente por el mundo de los sentimientos, lo mismo sucede en el ámbito religioso. Ejercen una función singular en el itinerario personal de fe, ya que alientan a alcanzar el bien deseado[52]. El deseo de Dios es sin duda un momento fundamental en el camino de búsqueda que debe culminar en el “hallazgo” de éste[53]. Pero el sentimiento no sólo mueve a la búsqueda de Dios, sino que también puede ser un indicio del encuentro con el Creador. El sentimiento de lo sagrado puede ser fruto del convencimiento de la presencia de Dios[54].
La religiosidad popular puede ser definida como la religiosidad del sentimiento, la corporeidad, la afectividad, la imaginación, la intuición, la gratuidad y la espontaneidad[55], que han sido dimensiones muy abandonadas por el predominio de los pensamientos platónico y cartesiano en la teología y en la espiritualidad tradicional[56].
Es más imaginativa y emotiva que racional. Está cargada de emociones profundas, sentimientos y afectos. La experiencia de lo sacro propia de esta vivencia religiosa se caracteriza por la intensa implicación emotiva que desarrollan tanto el individuo como el grupo con relación a la realidad sagrada que se evoca, y que nace de la experiencia intensa de presencia y de contacto con ella. Busca experimentar. Quiere “sentir” cercana a la divinidad[57].
En algunos casos no pasa de ser una reminiscencia de religiosidad puramente natural, con deformaciones manifiestas o latentes, tales como residuos de paganismo, magia o superstición, afloración del inconsciente colectivo, gratificación cultural y popular del eros y thanatos, es decir, de las pulsiones instintivas del amor y de la vida o de la agresividad y la realidad de la muerte.
También es muy importante la fiesta, que no es sólo dimensión constitutiva de lo humano en cuanto individualidad, sino también de lo social. Es “producto de civilización y expresión de una colectividad, acto celebrativo y signo anticipador de novedad posible”[58]. El pueblo celebra la fiesta como un momento de intensa vida colectiva. En ella se favorece el acercamiento y la convivencia entre los miembros de la comunidad: “Es una afirmación de la vida y del mundo por medio de la alegría y el regocijo, actitudes fundamentales que impregnan a toda la persona y la abren hacia experiencias más amplias y dilatadas”[59].
El hecho de que se constate una presencia generalizada de la fiesta en todos los pueblos y culturas es expresión de que ésta es una dimensión constitutiva del ser humano. Son numerosas y distintas las dimensiones y funciones de la fiesta en nuestras sociedades modernas. Permiten romper con los esquemas sociales y las pautas de comportamiento establecidas, con el aburrimiento, la monotonía y la pesadez de lo cotidiano, con el anonimato, con lo impersonal de las relaciones, con la esclavitud de los horarios, con el ritmo de vida impuesto. Liberan del sufrimiento y de la rutina del trabajo al tiempo que facilita la recuperación de energías psico-físicas. Ayudan a superar el estrés y la prisa.
La fiesta es también una dimensión importante del homo religiosus. Partiendo de esta consideración, “aparece como una necesidad vital, enraizada en el deseo de trascendencia y en la nostalgia de la eternidad”[60]. Más en concreto, la fiesta religiosa “está caracterizada por la preeminente referencia al trascendente y por una dimensión celebrativo-ritual que sirve para hacer presente y operante el poder de este trascendente”[61].
La dimensión liberadora de la fiesta alcanza una mayor expresión en el hecho de que la celebración festiva posibilita la reconciliación con las cosas, con uno mismo y con Dios. En una sociedad que subraya en modo desmedido la eficiencia y el pragmatismo, es importante la aportación que realiza la religiosidad popular, que contiene una marcada dimensión festiva, de la que la alegría es una manifestación privilegiada. Es más, se puede afirmar que “la religión popular alcanza su plenitud en la fiesta”[62].
Igualmente goza de gran consideración la dimensión estética, que “forma parte de lo sagrado”[63], ya que el hombre necesita de las formas externas para expresar lo sacro, y esas formas estéticas, en cuanto que referidas a Dios, no pueden ser de otro modo sino estéticamente bellas. Deben ser bellas en cuanto reflejan la belleza del Dios Creador, fuente de toda belleza creada[64].
Pero esa belleza es también vía de conocimiento de Dios, pues evoca “el Misterio trascendente de Dios, Belleza sobreeminente e invisible de Verdad y de Amor”[65]. De la belleza de las cosas “se llega, por analogía, a contemplar a su Autor”[66]. Está vinculada a la música popular acompañada de variedad y riqueza de instrumentos. A la literatura, que se encuentra presente en multitud de composiciones como farsas, burlas o sátiras. También se relaciona con la cocina, ya que existen guisos, platos y dulces para ciertas fiestas religiosas. 
A nivel sociológico la médula de la religiosidad popular hay que situarla en el conjunto de actitudes colectivas que se adoptan ante unas situaciones, en las que un grupo humano experimenta el descubrimiento de lo sagrado y misterioso, que se hace presente en ciertos sucesos, fuerzas y fenómenos de este mundo y trata entonces de expresar colectivamente esas experiencias por medio de símbolos evocadores de las mismas. Para penetrarla hay que vivir cercanos a ellos, conociendo su lengua y costumbres e identificándose con sus problemas y aspiraciones.
La “conciencia colectiva” en las sociedades tradicionales está muy extendida y la religión está presente en toda la vida social del grupo, cohesionándola y dándole sentido[67].Es un acervo de recuerdos históricos, sin los cuales no podría haber futuro y que en muchas ocasiones han influido en el mantenimiento de la conciencia de pueblo y a veces incluso han sido un acicate para que conserve su dignidad y luche por su libertad. Puede ser el único vínculo que mantenga al pueblo unido a sus impulsos internos en momentos clave de su historia[68].
El hombre vive en una sociedad que está marcada por una cultura impregnada de una religiosidad la cual, habitualmente, trata de transformar las culturas en las que se implanta. No se limita a aportar una dimensión moral a la cultura, sino que le ofrece unas raíces profundas desde los tesoros de la espiritualidad, que puede insertar en la cultura de cada pueblo, pero sin atarse definitivamente con ninguno. Para ello hay que hacer capaz a esa cultura de expresar explícitamente los signos de la fe y de aceptar la ruptura con las tradiciones y formas que sean incompatibles, del todo o en parte, con ella.

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