LA ESPERANZA NO NOS ENGAÑA
Por Antonio DÍAZ TORTAJADA
Querido cofrade:
Cada
vez se va extendiendo más la búsqueda de una espiritualidad o espiritualidades.
Forman parte del bienestar psicológico que todos buscamos, sobre todo los que
pueden pagárselo. No nos conformamos simplemente con consumir objetos sino que
queremos experimentar bienestar. Un bienestar que procede de nosotros mismos.
Para descubrirlo pagamos a los “maestros espirituales”. Estas espiritualidades
son espiritualidades sin religión y sin Dios, sin Cristo ni Iglesia. O si se
quiere uno mismo es el pequeño dios, objeto de culto y adoración, bajo la forma
bien conocida del narcisismo: Narciso contemplándose a sí mismo en la fuente,
enamorado de sí mismo y ahogándose en esa fuente. Me temo que para muchos que
frecuentan esas espiritualidades el desenlace pueda ser el mismo.
Esas
espiritualidades han surgido como respuesta al déficit de experiencia vital de
las religiones tradicionales, incluidas el cristianismo en estos momentos bajos
en los que nos toca vivir.
La
fe, cristiana, sin embargo, surgió de la experiencia del encuentro con el Señor
Resucitado que nos da su Espíritu. La experiencia del Espíritu no se traducía
únicamente en los fenómenos más o menos extraordinarios a los que apelan hoy
día los movimientos carismáticos, con sus dones de lenguas o de curaciones. Era
más bien una experiencia accesible a todos: la experiencia del amor, haber sido
amados por Dios y poder amar a Dios y a los demás. Se trataba de una
experiencia revolucionaria. El hombre, en las religiones antiguas, buscaba y
amaba a Dios, pero Dios no le respondía con amor. Él tenía otras cosas más
importantes que hacer que ocuparse de los hombres.
Es
el Espíritu el que nos ha permitido experimentar de manera histórica ese amor
Dios. Ese amor se ha manifestado en la entrega del Hijo por todos nosotros,
precisamente cuando éramos enemigos de Dios. La experiencia del perdón de Dios
es una de las primeras que nos permiten experimentar el amor incondicional de
Dios. Es una experiencia de paz y de reconciliación que nos hace sentir hijos
de Dios y, por tanto, amados por Él.
El
amor de Dios, vivido en lo cotidiano, es la garantía de la esperanza cristiana,
que sabe que el amor no muere, sino que es ya anticipación de lo definitivo.
Esa esperanza hace que nuestro valor y resistencia queden probados a
través de la perseverancia en el bien en medio de las dificultades que
experimentamos todavía en la vida. El cristiano sabe que el Señor resucitado ha
triunfado ya sobre todas las fuerzas de destrucción que existen todavía en el
mundo. Por eso no nos desanimamos ni tiramos la toalla sino que luchamos para
que el mundo nuevo llegue a todos.
Es
el Espíritu el que nos sostiene en este combate cotidiano y nos va
introduciendo en la verdad plena que anunciaba Jesús . Sus discípulos en la
víspera de la pasión tan sólo veían el lado negativo de lo que iba a ocurrir.
Será el Espíritu el que poco a poco los introduzca en la realidad definitiva
del Resucitado, que ha triunfado sobre el odio y el mal de este mundo. Esa
verdad es en realidad una persona. Al final se darán cuenta que en la vida de
Jesús se les ha manifestado totalmente Dios Padre. Los discípulos tuvieron la
dicha de poder convivir con Jesús. Vivir con Él, era en realidad, vivir con el
Padre.
Esta
verdad plena revela también la auténtica verdad del hombre. Nuestra relación
con Dios no es una realidad abstracta sino que adquiere los matices que vemos
en nuestras relaciones personales tan diferentes, según se trate del padre o la
madre, el hermano o la hermana, la esposa o el hijo. Sin duda estas relaciones
humanas tienen siempre sus limitaciones y crean sus complejos.
Dios
Padre es sencillamente amor del que procede todo y que nos da su misma vida. El
Hijo encarnado en Jesús nos muestra el camino de la verdadera fraternidad
humana. Sólo a través del don de sí podemos reconocer al otro como hermano. El
Espíritu es inspiración creadora, que no nos quita la libertad cuando nos
dejamos guiar por Él sino que nos lleva a la meta deseada, la intimidad con
Dios. Este Dios que se nos hace presente en la Eucaristía y nos incorpora a su
vida divina para que la hagamos presente en el mundo.
Cordialmente,
Antonio
DÍAZ TORTAJADA
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