FOTOS MANOLO GUALLART
QUE NUESTRA LUZ ALUMBRE A LOS DEMÁS
Por Antonio DÍAZ TORTAJADA
Sacerdote-periodista
Querido cofrade:
La Iglesia ha querido ser siempre maestra de los hombres, a
veces olvidándose de ser al mismo tiempo madre. Está convencida de que es
portadora de una luz, que no procede de ella, sino del Señor Jesús, luz del
mundo. A partir de la modernidad, el mundo ha reaccionado con escepticismo ante
esta pretensión, pues la cultura moderna considera que todo lo anterior es un
mundo de oscuridad y cadenas, de las que finalmente logró liberarse. La luz hoy
día se busca ante todo en la ciencia. Ésta sin duda alguna nos permite dar
respuesta a tantos problemas del día a día, pero desgraciadamente nos deja a
oscuras respecto al sentido de la vida. Con la elección del papa Francisco,
también muchos no creyentes se han puesto de nuevo a la escucha de la Iglesia, con la esperanza
de encontrar una luz para sus vidas y los problemas actuales de la sociedad.
Jesús
confió a la Iglesia
la misión de ser la luz del mundo y la sal de la tierra. Ella supo serlo a
través de personas sencillas, que convencían, no mediante sabiduría humana sino
por la manifestación del Espíritu. Eran sobre todo las obras de misericordia
las que hacían brillar su luz. La
Iglesia, si quiere ser significativa para el hombre de hoy,
tiene que entrar en diálogo en el debate actual en torno al hombre y a su
futuro. Tiene pues el derecho y el deber de pronunciar una palabra sobre las
cuestiones en que se debate el futuro del hombre y de la sociedad, la justicia,
la paz y la integridad de la creación.
El
problema es cómo intervenir en ese debate social. Hasta hace poco, la Iglesia estaba
acostumbrada a tener y pronunciar la última palabra sobre todas las cuestiones
divinas y humanas. Hoy día la cultura actual no admite ninguna instancia
externa a la razón para descubrir la verdad. El Concilio, al reconocer la
laicidad o autonomía del mundo, nos ha enseñado a ser más modestos en nuestras
pretensiones. No podemos pretender tener sólo nosotros una respuesta para cada
uno de los problemas, en general nuevos, que está viviendo la humanidad.
Hay
que tener, por tanto, la humildad necesaria para entrar en diálogo dentro y
fuera de la comunidad eclesial. El diálogo supone admitir que uno no tiene el
monopolio de la verdad y que la verdad se encuentra precisamente en el diálogo.
La Iglesia
tiene pues que estar dispuesta a encontrar la verdad no sólo en su patrimonio
religioso, presente en la
Escritura y en la Tradición, sino también en otras tradiciones
religiosas, y en los conocimientos que hoy día nos proporcionan sobre todo las
ciencias humanas. Se trata, por tanto, no sólo de no querer imponer a los demás
la propia verdad, sino de estar dispuesto a acoger la verdad, que habla también
a través de toda persona pues “el Verbo, con su venida al mundo, ilumina a todo
hombre”
No
se trata de renunciar a la verdad revelada ni a la misión de ser la luz del
mundo. Se trata de reconocer que la
Iglesia no tiene una luz propia sino que es la luz de Cristo,
que ilumina también a las personas que no pertenecen a la Iglesia visible. Es una
misión que nos supera cuando vemos nuestras limitaciones, pero que confiamos
poder realizarla siendo testigos trasparentes de la luz de Cristo. Sólo a la
luz de Cristo se ilumina el misterio que somos cada uno de los hombres. Para
ello los cristianos debemos compartir las alegrías y las esperanzas, las penas
y los sufrimientos de nuestros hermanos los hombres, caminar junto con ellos y
discernir constantemente los peligros que acechan a la humanidad y las
oportunidades de una liberación humana.
Esto
sólo es posible a través del testimonio de nuestras vidas, de nuestras obras
buenas. Debemos mostrar cómo la vivencia del evangelio lleva a la realización
plena del hombre abierto a Dios y a los demás y responsable del futuro
Cordialmente,
Antonio
DÍAZ TORTAJADA
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